sábado, 5 de abril de 2008

Adios a Rafael Azcona

El cine español pierde a su gran guionista: Azcona

ANTONIO ASTORGA. MADRID

Rafael Azcona ha muerto el Domingo de Resurrección. Postrera ironía por exigencias del cruel guión de la vida para un tipo genial, gentil, amable, conversador, lúcido, maravilloso, bondadoso, leal, machadianamente bueno, y humilde por encima de las cien películas que ha escrito desde 1959, de los seis Goyas ganados -uno de Honor-, y del Oscar por «Belle Époque». Cuando mentaba a su «hermano» Luis García Berlanga, a Rafael Azcona se le iluminaban los ojos enternecidos por la miopía, y proclamaba: «Fue capital trabajar con él. Yo me beneficié de Berlanga. Seguramente habrá méritos que se atribuyen a los guiones, y son de Berlanga». Con Berlanga respetaba largas sesiones en la cafetería de unos grandes almacenes, mirando al personal: desde ahí le dio voz a los «sans-culottes» de la tragicomedia de la vida, porque a Azcona los perdedores se le daban como los muertos a César González-Ruano. Así nació «El verdugo», y «Plácido», y «La vaquilla»...

Pan con tomate y anchoas

Madrugaba, y desayunaba pan con tomate frotado, y anchoas, manjar que venía después «del alegrón que me pego al abrir los ojos, y verme vivo. Es euforizante», recordaba. Atribuía a «no saber conducir» haber frisado los 80 con tan saludable aspecto, como le confesaba a Luis Alegre en una conversación. Iba a pie a todos los sitios. A la hora de dormir reflexionaba, y si a lo largo del día había cometido «algo» de lo que debía arrepentirse se le enrojecían las mejillas, «pero ¡amigo! como estaba a oscuras». Su padre era sastre y trabajaba en casa, con dos oficialas y su mujer, que cosían. Mientras cortaba patrones cantaba trozos de zarzuela, y su madre y las dos chicas le hacían los coros. El barbilampiño Azcona se lo pasaba de cine, aunque su madre mascullara con prodigiosa sabiduría: «Ya, ya lo pagaremos...».

Se ha ido en secreto, sin boato público ni políticos fotografiándose junto a su ataúd: Azcona no quería ser figura pública. Ayer fue incinerado en la más estricta intimidad, tras una despedida civil. Un cáncer de pulmón que no estaba en el guión de su vida -su proyecto era «no morirse»- lo ha noqueado mientras reescribía «Los ilusos», con la melodía encadenada de sus guiones al fondo: «El pisito», «Plácido», «El verdugo», «¡Ay, Carmela!», «El bosque animado», «Tirano Banderas», «Belle Époque», «La lengua de las mariposas»... Su escuela fue la literatura. Al cine no iba. Lector voraz, y compulsivo, el recuerdo de la posguerra en los Escolapios de Logroño hasta los 14 años se le indigestaba de «misas, rosarios, y el sentido del pecado». Leyó todas las noches de su vida, a menudo con una copa de más, con lo cual el día después se le olvidaba todo, y releía. Aplicaba a la lectura lo mismo que a la comida: si no le gustaba no la pedía. A los 14 años perdió el sentido del pecado.

Azcona pasó «hambre psicológica» en la posguerra, y, luego, mientras pudo comió de «una manera bestial»: «A Marco Ferreri [su descubridor] le dije: Mira, Extremadura es la región más grande de España, ¿por qué no vamos y nos la comemos? Nos poníamos a comer sardinas, y nos la zampábamos todas». En tres palabras explicaba cómo toreaba a la censura: «Porque escribíamos sainetes». Se resistía a creer que la censura aguzara el ingenio. Lo consideraba una falacia: «La censura es como el hambre: te reduce a la nada. Si lo de «avivar» fuera verdad, ahora que no hay censura gubernativa, pero queda la de la Iglesia, pues todos los escritores y autores harían cola delante de la ventanilla para ponerse esa dificultad. Y en esa cola no hay ni teólogos», advertía.

Su sueño, la Primitiva

Soñaba con rellenar una Primitiva y que le tocara «el gordo», confesaba a ABC en su última entrevista. Eso lo consideraría como una congrua y jugosa jubilación, porque Azcona no se podía permitir el lujo de retirarse, aunque «trabajar cansa». Durante muchísimo tiempo nadie cotizó por él. Una vez acudió a una ventanilla de la Seguridad Social a preguntar cómo se cotizaba, y le respondieron que Azcona valía unas cuarenta mil pesetas. Porca miseria para el talento. No se quejaba, ni se maliciaba. Si hubiera sido contable ya se habría jubilado, pero los números le producían migrañas. Y pensó que a lo mejor con las letras podía ganarse la vida, y por mimetismo comenzó a escribir. Lo primero que hizo fue dirigir unos poemas a una chica que no le correspondió. Desasosegado, trató de trascender en esos versos, y lo logró en cine.

No se fiaba Azcona de la manipulación de los sentimientos: «Que alguien se emocione oyendo «Suspiros de España» (o «Paquito el chocolatero») no le da derecho a nadie a mandar a ese alguien a morir por la Patria, pongamos por ejemplo tragicómico. Las prohibiciones en materia genésica de sexo lo que producen son perversiones en los sentimientos», apostillaba. Autodidacta «por fuerza» de la escuela del guión y de la vida, no pasó por el Bachillerato, y su regla de oro se cifraba en 21 palabras: «Procurar no escribir lo primero que se te ocurre, porque es muy posible que ya se le haya ocurrido a otro».

«Lo primero es vivir»

Algunos años después Marco Ferreri le llevó a conocer el hielo del cine. El realizador italiano le descubrió en «La Codorniz» -donde Azcona creó al «repelente niño Vicente»-, y tras leer «Los muertos no se tocan, nene», le llama y le dice que quiere hacer una película sobre eso: «Y me lleva al cine, porque nadie me había hablado de cine, ni yo estaba interesado por el cine». Azcona deshiela la larga posguerra con «El pisito», y aprende de Ferreri que «lo primero es vivir». Aunque trató de escaquearse, en España «se nos educaba para morir bien, de una manera «edificante», despidiéndose de todo el mundo, y diciendo «nos veremos en el cielo». Era una especie de formación para la muerte. Pero cuando Ferreri me lleva a Italia, en el año 61, compruebo que allí, debajo de la Cúpula de San Pedro, a la sombra, la gente lo que quiere ¡es vivir! no morirse».

Érase un cine español a las manos de un genio pegado. Érase un guión superlativo. Érase unos ojos tiernos, tímidos, que nos enseñaron a ver.

-¿Se dejaría clonar, señor Azcona, por el bien de la Humanidad de sesión doble, dos para la tres, palomitas, y zarzaparrilla?

-Venga, no exageremos. Además, ¿no hemos quedado en que no me voy a morir?


Los girasoles ciegos

Vencidos victoriosos

Herme G.Donis

Casi todo resulta sorprendente en este libro que la editorial Anagrama publicó en enero de 2004. Su autor, Alberto Méndez, tenía 63 años cuando ve publicada esta primera obra y muere once meses después sin apenas saborear el éxito que tras su muerte tendría el libro. Durante los meses posteriores a su publicación, y a pesar de las buenas críticas que la novela recibe, las ventas de ésta se hacen casi de una forma clandestina. Algunos comentaristas de radio dan la voz de alerta sobre las cualidades de Los girasoles ciegos. Recomiendan su lectura con pasión y, a partir de ahí, el boca a boca termina por convertirlo en un libro de referencia obligada. Como consecuencia, las ventas comienzan a dispararse (baste decir que a fecha de hoy la editorial ya ha lanzado al mercado ocho ediciones (unos 28.000 ejemplares, según el editor) y el libro consigue primeramente, y en vida de su autor, el Premio Setenil de relatos y posteriormente (ya fallecido Alberto Méndez) los importantes Premios de la Crítica y Nacional de Narrativa. Pendiente quedó el Premio del Gremio de Libreros de Madrid, ya que éste sólo se concede a autores vivos. Pero lo más importante de todo es que Méndez ha contado con un favor que es el mejor de los premios para cualquier creador: la entrega incondicional de los lectores. Casi dos años después de su publicación, el libro aún se sigue recomendando en público y en privado y pocos dudan en saludarlo como una de las obras más importantes publicadas en los últimos tiempos.

¿Pero quién fue Alberto Méndez y qué es Los girasoles ciegos? Alberto Méndez Borra nació en Roma en 1941. Su padre, el poeta y traductor, José Méndez Herrera, trabajaba en aquel momento en la ciudad italiana para la FAO. Muchos lectores puede que recuerden a este último sobre todo como traductor habitual de la editorial Aguilar, para la que tradujo muchas obras de autores tan importantes como Irving, Stevenson, Eliot, Dikens, Chesterton, Bernard Shaw, Tennessee Williams, etc, llegando a conseguir en 1962 el Premio Nacional de Traducción por su versiones de las obras teatrales de Shakespeare. Alberto Méndez, hombre de izquierdas, (milita en el Partido Comunista hasta 1982) estuvo siempre vinculado, de una u otra manera, al mundo de la edición. En su lucha contra el franquismo crea, entre otras, la editorial política “Ciencia Nueva”que clausura Manuel Fraga Iribarne en su época de ministro de la dictadura franquista. Asimismo, llega a ser un alto ejecutivo de la editorial Montena y se dedica a labores de guionista (colaboró en programas dramáticos de RTVE y fue guionista con Pilar Miró) y traductor a veces en solitario y otras en compañía de su hermano Juan Antonio, como ocurre con el libro del marxista italiano Galvano della Volpe Lo verosímil fílmico y otros ensayos, del que el propio Méndez es prologuista.

Últimamente la narrativa se ve inundada de textos referentes a la Guerra Civil Española. Ante este auge son muchas las voces que se alzan bien para celebrarlo o para recordarnos que después de tantos años la palabra “reconciliación” sea aún tan difícil de aceptar. Pero libros como Los girasoles ciegos nos ofrecen unas lecturas fascinantes que, lejos de soliviantar sensibilidades, vienen a poner de manifiesto que es necesario conocer la historia para entender el presente y proyectar el futuro. Los girasoles ciegos es un libro de cuentos articulado a lo largo de cuatro historias- cuatro derrotas, dice el autor- que transcurren entre el período quizá más duro de la posguerra, que va desde 1936 a 1942, y que siendo totalmente independientes están hábilmente entrelazadas entre sí. Sus personajes son seres vencidos. Seres que se encuentran en un camino sin retorno recorriendo una senda de dolorosa entrega e ignorantes de en qué momento su ya maltrecha existencia dará de bruces contra el polvo.

El primer relato, o primera derrota, nos habla del capitán Alegría. Oficial del ejército fascista, Carlos Alegría se rinde a los republicanos cuando las tropas golpistas están entrando en Madrid. Postura que, lógicamente, no es entendida por ninguno de los dos bandos, pero que el oficial explica que toma, entre otras muchas razones aparentemente arbitrarias, porque sus correligionarios no querían ganar la guerra, sino matar al enemigo. Su entrega le acallará la mala conciencia de haber sido miembro de un ejército que, para vencer, ha tenido que cometer tantas atrocidades y crímenes Como dice Ramón Pedregal a propósito de una reseña sobre el libro: “El capitán Alegría es un Bartleby que cuestiona la norma de aquellos con los que vive y no puede abandonar su visión de lo que ocurre”.

La segunda derrota, quizá el relato más logrado y sobrecogedor de los cuatro, nos cuenta el breve periplo de un joven poeta que huye de los vencedores hacia las montañas asturianas en compañía de su mujer embarazada. En medio de la soledad y el frío la muchacha da a luz a un niño y muere tras el parto. A través de un diario íntimo, donde el adolescente deja escrito su miedo, se nos va poniendo en antecedentes de la vana lucha que emprende el joven padre para salvar la vida de su hijo.

El tercer relato, o tercera derrota, gira alrededor del soldado republicano Juan Serna. Cuando el presidente del tribunal que debe juzgarle y su mujer se enteran de que el soldado enemigo conoció y vio morir a su hijo (un ser abyecto que fue fusilado por sus múltiples delitos) le conminan a que hable y hable sobre ese hijo. Intentando arañar unos días más a la existencia, convierte al joven traidor en el héroe que quieren los padres. Mas la impostura pronto le asquea y cuenta la verdad. Verdad que indefectiblemente le llevará a la muerte.

La historia, o la cuarta derrota, que cierra el libro transcurre en la opresiva vida cotidiana del nuevo régimen. En ella se habla de Ricardo. Un “topo” al que toda la familia protege entre miedos y silencios. Desde el armario en el que vive encerrado contempla impotente y horrorizado el acoso libinidoso que sufre su mujer por parte de un diácono, profesor del hijo del matrimonio. El final es dramático y desolador.

Alberto Méndez nos ha dejado con su única obra no sólo un extraordinario ejemplo de composición literaria, sino -y a pesar, de la crudeza de todas las situaciones- una continua muestra de sensibilidad, que puede conmover a todo tipo de lectores. Sencilla, realista y a la vez cargada de simbolismos, Los girasoles ciegos es una obra sobre la memoria. Sobre una memoria colectiva que debe tener definitivamente su asentamiento en el lugar que le corresponde. Porque superar la tragedia de aquella España de represión, marchas militares y ruido de sables, exige, como se dice en la cita inicial de Carlos Piera, asumir, no pasar página o echar en el olvido.